Todos somos extranjeros...
Año 0, diciembre 2019
Era casi el fin del año y aquí, en Oregon, llovía como siempre: ni una gota más, cierto, pero tampoco ni una sola gota menos. El ambiente era muy húmedo y el frío calaba hasta los huesos, más o menos como de costumbre, y como de costumbre la gente se apresuraba a prepararse para celebrar la Navidad y el Fin de Año. Y mi familia, al igual que otras tantas familias, también íbamos de un lado a otro haciendo compras de último momento, mojándonos y chapoteando entre charcos, esquivando a esos otros que también se apresuraban para, quizás, regresar a casa para cenar y beber algo caliente que ayudase a combatir ese frío que siempre acompaña a quienes nos aventuramos a caminar por las calles bajo la lluvia. Y en el medio de toda esa agitación hubo un algo que recuerdo muy bien de aquel diciembre: esa noticia en la radio, una entre otras tantas, que se convertiría en la noticia…
Manejábamos ya de regreso a casa y, para variar, siguiendo ese hábito adquirido desde México, escuchaba las noticias internacionales del día, esas que se supone son nuevas pero que, al mismo tiempo, eran las mismas de siempre, y entre todas esas noticias de siempre hubo una, particularmente irrelevante, en forma de reporte, muy breve y muy escueto, sobre una cierta enfermedad en China, ligada a un cierto mercado de animales, y que era algo así como una cierta clase de gripe, la que nos iba a tocar padecer ese año, o el siguiente, de manera inescapable, como ha ocurrido siempre, sin falta, desde que tenía memoria. Así que archivé el dato en ese cajón en el que guardo información destinada a ser olvidada de inmediato porque, y así lo pensé en ese momento, ¿qué tan grave podría ser en esta ocasión? Supongo que no tenía ni la más remota idea, porque ¿Quién lo hubiera imaginado?
Año 1, diciembre 2020
Las noches de invierno, de ese invierno del primer año de pandemia, no fueron como las otras noches de pasados inviernos: hacía frío y oscurecía temprano, exactamente como suele suceder por esos días. Pero no hubo ese ambiente festivo que solía compensar las incomodidades de la estación. No se podía viajar de manera normal y había muchas restricciones de todo tipo en todas partes; comer fuera de casa y tener alguna fiesta con amigos era un poco complicado, por decir lo menos, y el simple acto de caminar por la calle era una actividad que muchos evitaban, y que no pocos rehuían, porque había que alejarse (la sana distancia, nos decían) de cualquiera que nos encontrásemos en el camino. Sin embargo, los que podíamos caminar allá, afuera, éramos
afortunados, porque había lugares en que hacerlo era realmente arriesgado y estaba, literalmente, prohibido… Y entre toques de queda, horarios acotados, compras de pánico, restricciones de viaje y calles y ciudades desiertas, todo parecía indicar que ese año no se iba a olvidar fácilmente y sería uno de aquellos periodos de la historia que la gente guarda en la memoria colectiva, porque TODOS lo recordaríamos como el año en que vivimos en peligro. Y lo que vimos a lo largo de doce meses fue algo que nunca había sido visto, al menos no a esa escala, y mucho menos a nivel de todo el mundo. Y esa Navidad y ese fin de ese año no fueron lo que solían ser
porque en el aire flotaba esa suerte de tensión, ese algo que oprimía el pecho, y que no tenía que ver necesariamente con lo difícil que era el tratar de respirar al través de una mascarilla N95, porque ese algo era no sólo físico, era algo más. Y entonces, con pesar, recordé que hacía casi un año había escuchado aquella nota en la radio, esa nota breve y escueta, una de esas noticias que uno suele olvidar casi de inmediato por irrelevante y sin importancia.
Año 2, diciembre 2021
No sabíamos si algún día la curva acabaría por hacerse plana o nosotros nos daríamos por vencidos primero, y mientras una cosa o la otra de decidía a ocurrir, la vida seguía su curso, con nuevas rutinas y la adquisición de nuevos hábitos, y protocolos de limpieza y de convivencia, que más tarde, confiaba, podríamos abandonar porque me eran extraños y me era ajenos, aunque
ya era evidente que algunos de nosotros los repetiríamos mucho tiempo después, como un mantra salvador, aunque el peligro ya hubiera pasado.
Una cosa a la cual nunca me acostumbré fue a la falta de expresión y reconocimiento del otro que las mascarillas nos imponían. Allá afuera sólo veíamos medios rostros que no nos decían mucho, a veces casi nada, y aunque los ojos siempre transmiten las más profundas de las emociones, algo nos hacía falta, mucha falta, y ese algo perdido nos limitaba y nos convertía a todos en forasteros, en gente venida de lejos, porque no compartimos ya esa lengua franca que llevamos impresa en nuestros rostros, porque nuestra cara había enmudecido y había dejado de ser ese mapa que nos permitía leer las emociones de quienes teníamos enfrente sin importar que lengua hablásemos, y ahora algunos de nosotros éramos para todo efecto doblemente extranjeros, a pesar de seguir viviendo en un lugar que ya considerábamos nuestro hogar, y hasta tuvimos que aprender un nueva lenguaje de señas que nos permitiera navegar en esta nueva normalidad que se había venido imponiendo de manera silenciosa. Y en el medio de esa nuevo estado de cosas el salir de casa se había convertido en una suerte de una expedición, porque ir de compras era ya un viaje de aventuras, casi una búsqueda del tesoro (aunque ese tesoro fueran en realidad sólo servilletas y rollos de papel higiénico) pero los riesgos eran reales y hasta los lugares más conocidos y triviales dejaron de sernos familiares porque se habían convertido en lugares extraños, dignos de un cuento de misterio y ya no era raro ver a gente embozada, con la cara cubierta hasta los ojos, entrar y salir impunemente hasta de los bancos. A veces, al recordarlo, río para mis adentros, porque bien mirado, cuando le cuente esto a mis nietos no me lo podrán creer, porque ¿cómo fue posible que en aquellos días pudiéramos entrar, temerariamente, a un banco y pedirle dinero a un cajero con la cara cubierta como un ladrón?
Año 3, diciembre 2022
Poco a poco algunas actividades se habían venido normalizando, aunque no sabíamos, todavía, cuando volveríamos a nuestras rutinas de antes de la pandemia y si algunas de esas rutinas regresarían o se habían ido para siempre. Se podía viajar, aunque seguía siendo complicado, pero al menos lo podíamos hacer. Mucha gente trabajaba en casa de manera regular y las videoconferencias era ya un lugar común. Y si no se quería salir de compras, siempre se podía
contar con algún servicio de entregas a domicilio. Los menos afortunados, sin embargo, nunca dejaron de trabajar fuera de casa, porque no había manera que una máquina los reemplazara o que su trabajo pudiera ser ejecutado de manera remota, y aunque algunos fueron etiquetados como “esenciales” creo que nunca se les compensó como era debido, tomando en cuanto lo que se esforzaron y el riesgo que muchos de ellos enfrentaron de manera constante. Por otra parte, mucha gente perdió su empleo y poco tiempo después, también sus casas… Me temo que en algunos meses esa situación va a resultar en una nueva crisis, y que esa crisis es ya inevitable, a pesar de esas ayudas del gobierno que se repartieron por aquí y por allá, es evidente que ninguna asistencia puede ser suficiente para reparar los profundos daños sufridos por tantos y, encima de todo, hay una fatiga que también ha hecho sus estragos en todos nosotros. En septiembre se determinó que la emergencia llegaba a su fin, pero una declaración oficial no cambia nada, porque ya nada es igual; supongo que las cicatrices que nos han quedado nos van a recordar por mucho tiempo lo que hemos perdido, lo que se fue, lo que nunca va a regresar…
Año 4, junio 2023
Retomo mis notas y puedo ver que el Mundo sigue moviéndose hacia adelante, en ese proceso de doloroso progreso en el que nos encontramos inmersos, del que no podemos escapar, pero, siempre ha sido así, eso nunca ha cambiado y dudo mucho que cambie. Pero algunas cosas sí que han vuelto y entre ellas, una de las que extrañaba más, y que ahora aprecio mucho más que antes, es que nos hemos vuelto a encontrar y nos miramos y nos podemos reconocer entre la gente. En el medio de la calamidad pudimos ver, a pesar de que tantos llevamos las caras ocultas detrás de una máscara, en quién podíamos confiar y quizá, en quienes no sería tan bueno depositar nuestra confianza. Pero si alguien me sonríe, yo le devuelvo la sonrisa. Sonríes, te sonríen, así de simple… hemos dejado de ser extranjeros, nos miramos al rostro, y ahora ya nos conocemos.”